Abro la ventana y a la derecha, sobre el alféizar rodeado por un soporte blanco de metal decorado con adornos de arabesco, está mi bonsái. Un bonsái bien crecido, que nada tiene que ver con las delicadas plantas de proporciones medidas por el ojo crítico de los puristas. Éste, es un bonsái del norte. De hecho, no sé por qué lo llaman así, porque de pequeño poco tiene.
Ha resistido mil envites climatológicos, e incluso los períodos más problemáticos: las vacaciones de verano. Cuando me marcho, se queda en la ventana, porque una planta no es como un perro o un gato, que dejas al cuidado de un familiar o un amigo; no es que no le de importancia a mi bonsái, es que pienso que los demás no se la darían tanto como yo. Por ello, siempre confío en que durante mi ausencia llueva lo suficiente como para no achicharrarse demasiado. Y hasta ahora esa dinámica me ha funcionado.
Pero en realidad, este bonsái es una excusa para asomarme al mundo exterior cada vez que cumplo el ritual de riego diario. La vida de ciudad es sin duda estresante, pesada e incluso agobiante, pero ofrece a cambio otros grandes entretenimientos a personas que, como yo, gustan de observar a su alrededor.
Las ventanas de los edificios adyacentes son una muestra de ello. Yo, que disfruto con los pequeños detalles de la vida cotidiana, no he podido sustraerme a la tentación de curiosear de vez en cuando los movimientos de los balcones enfrente de mi casa.
He podido comprobar que se trata de pisos en alquiler, porque cambian con frecuencia sus habitantes. Normalmente, parejas jóvenes con mobiliario de Ikea y estores japoneses, que un buen día aparecen fumando en la cocina, y unos meses más tarde, desaparecen tras una mudanza llena de cajas de cartón y papeles en la ventana.
Me gusta pensar que se marchan a un piso más grande, que quizás han comprado porque han mejorado fortuna. Soy así de bien pensante, u optimista. O ingenua.
¡Yo qué sé, ya tendré tiempo de pensar mal en otras cosas!
La cuestión es que, en los últimos tiempos, a través de mi observatorio vegetal, he conocido a una nueva pareja, esta vez dos hombres, que se han mudado hace unos meses al piso de la fachada de enfrente, a la misma altura del mío, y que han seguido más o menos el mismo procedimiento que sus antecesores. Muebles modulares, una televisión panorámica y un sofá de vivos colores, hasta ahí todo lo habitual.
Pero con el tiempo he descubierto algo más, algo que no había visto nunca hasta ahora. Uno de ellos (mediana estatura, perilla recortada) pinta cuadros. No sé si es su oficio o si sencillamente es una afición. Lo cierto es que cada día, desde por la mañana, abre las cortinas y, a la luz que penetra a duras penas desde el norte, trabaja sobre lienzos que luego amontona en fila junto a la ventana.
“¿Qué pintará?”,me pregunté la primera vez.
Podía imaginarme cualquier cosa, porque tan solo veo la parte trasera de los lienzos, en color marrón enmarcado en blanco.
“Quizá sean paisajes, o bodegones… ¿quién sabe? Igual yo estoy pensando todo esto, y simplemente hace pintura abstracta.”
Mi bonsái se limita a agitar sus hojas verdes y erguidas al compás de una ráfaga de aire que cruza la calle, llevándose con él mis pensamientos.
En cualquier caso, está claro que al menos este hombre hace algo distinto al resto del vecindario, que sólo se asoma a la ventana a fumar o a hablar por el móvil.
Estos días pasados, lo he visto, como siempre, pintando. De vez en cuando me parecía verle mirar hacia mi ventana. Pensará que estoy fisgando, y en mi caso, no tengo la excusa de James Stewart en la película ‘La ventana indiscreta’. Yo sólo tengo mi planta.
Hoy he seguido mi liturgia habitual al llegar a casa del trabajo: abrir la ventana, y regar con cuidado a mi protegido, girándolo un poco para que reciba luz por otro lateral.
Al volver la mirada hacia las ventanas de enfrente, mi sorpresa inicial no impide que a mi cara asome una sonrisa ante lo que veo.
Ya sé qué era lo que pintaba en estos últimos días.
Sobre el caballete, esta vez orientado hacia fuera, la pintura representa una ventana con una planta en el alféizar, rodeado por un soporte blanco de metal decorado con adornos de arabesco. Y la planta, sin duda, es mi bonsái, verde, espigado y lleno de vida.
Está claro que a mi vecino también le gusta mirar a su alrededor.
La trama Jorgiana
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