“¿Qué producto?”se pregunta Juan.
Porque debe confesarse a sí mismo que no tiene ni idea. A esa pregunta que de pronto asalta su mente, sigue una rápida mirada hacia las manos de la chica, que le ofrece un vaso de café recién hecho.
“Café, cápsulas de café”, se responde mentalmente. Ni siquiera ese delicioso olor tostado que flota en el aire le ha dado la pista de lo que se estaba preguntando, pese a que le encanta el aroma del café.
Sostiene entre los dedos el vasito de plástico humeante, y da gracias mentalmente a la Providencia por tal circunstancia, porque, desde que tiene uso de razón, nunca ha sabido qué hacer con las manos. Para él, son apenas dos apéndices dotados de vida propia que no encuentran acomodo natural, salvo en los bolsillos de los pantalones, en los que viven una tranquilidad relativa. Y si la escena se produce es frente a una chica guapa, se multiplican hasta simular una estatua de Shiva de tamaño natural.
No puede separar la vista de ella. Un observador ajeno a la historia podría decir que parece una mariposa embelesada ante una luz envolvente, que no sabe ni quiere explicarse la razón de su atracción.
Lo único que sabe Juan es que ha llegado allí huyendo de su soledad apenas compensada por su trabajo y sus obligaciones. Y como esa compañía no satisface en modo alguno sus inquietudes, cuando sale de trabajar, para mitigar esa sensación, suele entrar en un centro comercial cercano a su oficina a dar un paseo.
“Allí al menos hay gente. Gente desconocida, que viene y va, que apenas te mira, pero hay movimiento. Hay vida. Y eso es mucho más de lo que tengo en casa, que es nada”, piensa, mientras un halo de nostalgia recorre sus pupilas.
Tan nada como que ni las plantas sobreviven en sus macetas. Si no, que se lo digan al ficus que se compró hace tan sólo unas semanas, y que ha desplegado sus hojas secas por todas partes, dejando en su lugar un ensayo de otoño de bosque centenario, pero puertas adentro de su casa.
Su familia se ríe ante estos detalles.
Juan no tanto.
Al menos cuando está a solas consigo mismo. O cuando pasea como un transeúnte más entre la multitud a la que siente que pertenece. Esa breve rutina y la sensación de convivir, aunque sea de manera temporal e incidental con la gente con la que se cruza, le infunde esperanzas en la humanidad de un modo que no sabría cómo explicar si le hubieran preguntado.
Pero lo cierto es que aquel paseo, aquella efímera coincidencia con otros seres vivos, quizás tan solitarios como él, de algún modo le hace feliz.
Como ahora mismo, allí, con el café que acaba de darle…
“¿Cómo se llamará?”, se pregunta, un tanto confundido.
Sus ojos buscan alguna identificación en el uniforme neutral de la azafata, que viste con corrección ausente de estridencias.
No lo encuentra.
“Debo buscarle un nombre. Que sea bonito, que la represente. Un nombre a cuya evocación traiga su imagen a mi memoria”. Una sonrisa asoma a su cara, le hace gracia su propia ocurrencia.
Mientras piensa eso, se da cuenta de que no puede alargar más el momento sin caer en el ridículo. Ya no queda nada más que hablar, que no sea superficial o repetitivo. Así que se aleja con una sonrisa dirigida a sus pensamientos y a la chica.
“Es luz, es vida… ¡Ya está! La llamaré Lucía”, se responde súbitamente alborozado con su resolución, que le parece perfecta.
Esa agradable sensación le acompaña en sus pasos hacia la salida del comercio, mientras toma de manera distraída el café a sorbos cortos.
Lo que él no sabe, es que Lucía, que es como efectivamente se llama la chica, recoge los vasos vacíos de los cafés que ha servido en los últimos instantes pensando en el hombre que acaba de marcharse.
“Me ha parecido simpático, aunque no ha hablado gran cosa mientras le hablaba del café y se lo preparaba.”Sonríe con picardía a su siguiente pensamiento.
“Técnicamente, ha tomado un café conmigo.”
Lástima que hoy sea su último día en el centro comercial. Cuando acabe el turno, tendrá que recoger sus cosas, y seguramente le asignarán otro córner de promoción en la empresa para la que trabaja.
¿Quién sabe? A lo mejor en su próximo destino le toca presentar un batido, un queso, o Dios no lo quiera, salchichas. ¡Qué tópico más espantoso! La azafata con la bandeja de salchichas pinchadas por un palillo de madera.
“Espero que no sea eso, pero si lo es… bueno, habrá que armarse de valor”,se dice, mientras se encoge de hombros y ofrece acto seguido un vaso de café al siguiente caballero que se cruza frente al stand.
Lo cierto es que Juan no la volverá a ver… al menos en ese centro comercial.
La trama Jorgiana
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