La primera vez que te vi, apenas reparé en tu presencia. En aquellos días yo me encontraba inmerso en un mar de problemas, apenas capaz de hacer otra cosa que virar en círculo sobre mis propios planes, como si mi vida entera fuera una rotonda en la que giraba una y otra vez sin saber cómo salir. No sé exactamente cuánto tiempo llevaba así, nunca me lo había preguntado. Meses, tal vez años.
Unos días después, sentado en el muro de piedra del paseo de la playa, sin más planes que dejar pasar mi tiempo en nada en particular, te contemplé cruzar la arena, ibas ataviada con aquel sucio y corto pantalón vaquero. Caminabas con paso incierto, pero extrañamente decidido, trastabillando en algunos momentos. Me inquietó tu delgadez y el extravío de tu perdida mirada. Fuiste directa al mar, y sin dudar te hundiste en el agua, como si pretendieras con ese gesto suicidarte viviendo el bautizo de la ola.
Fue tan solo por un momento. Saliste del agua casi al instante. Empapada. Como si con sólo mojarte, hubieras limpiado todo lo que escondes bajo la piel. Pero no era así. La palidez de tu cuerpo y el temblor de tus dedos me mostró, como en un juego de espejos, una imagen que me hizo reflexionar sobre la cárcel de mi libertad. Me di cuenta de cómo y cuántas veces nos vemos reflejados en los actos y comportamientos de otras personas, aunque preferimos negar la realidad que se muestra ante nuestros ojos, pensando que para nosotros siempre es distinto.
Asenté mis ideales en el influjo de tierra, mar y aire, y abandoné la rotonda en la que había convertido mi vida por el primer ramal que se me ofreció. Dije “no”,cuando vinieron a ofrecerme la medicina para el alma. Después vinieron días de un dolor muscular desgarrador, ansiedad y desconcierto.
Allí te vi otra vez. Yo estaba sentado en aquella terraza bajo un manto de estrellas. Tú, solitaria ante el mundo que te rodeaba, no cejabas de apuntar con el dedo y gritar a un ser invisible sin mirar a ninguna parte.
Tus gestos enérgicos y tu piel maltratada por la falta de cuidados me invitaron a pensar cómo habría transcurrido tu infancia, como habrían sido tus primeros instantes de vientre y cuna.
No pude hacerlo.
No pude quitar la vista de aquel miserable carroñero que se acercó a ti y te ofreció esa maldita papelina de polvo blanquecino que aferraste con nerviosismo entre tus dedos, y una sonrisa ansiosa en la boca. No fuiste capaz de darte cuenta de que, con su contenido, primero hallarás una falsa percepción de paz, que más tarde te hará naufragar en tres días de oscuridad.
Te vi ausentarte feliz, como si con la falsa promesa de paraíso terrenal que guardaste en el bolsillo del pantalón estuvieras viviendo tu particular 14 de febrero. Sacudí la cabeza con pesar. Sabía lo que estabas sintiendo en ese momento, porque yo también lo había vivido en mis propias carnes.
Tenía ante mi felicidad y destrucción.
Ante tus gestos viví la sensación insondable del triste destierro que me viste de ternura. Antes de verte marchar definitivamente a hincar ese maldito fuego en tu cuerpo, nuestras miradas coincidieron y, pude nadar durante unos instantes en el lago de tus ojos.
Todo mi cuerpo se estremeció, porque, por un instante suspendido en el tiempo, me estaba viendo nuevamente reflejado en el espejode tu alma. Me ignoraste sin percibir que estabas haciendo erizar cada centímetro de mi piel de ébano.
Esa noche, confundido, apenas fui capaz de conciliar el sueño, y en la madrugada desperté soñando con la semilla de tus besos.
Qué lejos la sensación de mi despertar ante lo que sé de cómo fue el tuyo. Sin necesidad de estar a tu lado, sé que, al despegar tus párpados, sobresaltada, un sudor frio cubría tu frente dejando una luz brillante que iluminaba aquel sucio habitáculo. A tu alrededor, junto a un sucio petate que alguna vez fue mochila, y que hoy constituye toda tu fortuna, la sombra crecía y se acercaba a buscarte, plagada de inexistentes arácnidos. El terror que atenazaba tus entrañas te hizo acurrucar el cuerpo de forma temblorosa y jadeante, mientras ocultabas la cabeza entre tus manos, intentando en vano esconderte de su presencia fría y viscosa.
A veces me pregunto qué nos ha arrastrado a hundirnos en el sombrío pantano del consumo de este maldito“caballo”.Qué es lo que nos hizo buscar aquel primer picotazo traicionero y mortal. Por qué buscamos cubrir con él un mundo de ilusiones mudasque nunca nos va a proporcionar.
A lo largo de todo este tiempo hemos buscado cada día un “camello”y, también una excusa, para relajar nuestra vida mientras aceleramos la muerte. Hasta que un día, tras un mal viaje, alguien que, de seguro nos conoce y probablemente nos aprecie, nos diga por última vez… podéis ir en paz.
Pasado un tiempo volvimos a vernos en aquel parque.
Tú, sentada en el suelo, tomabas una cerveza de nombre tan desconocido como su amargo sabor.
Me acerqué a ti.
Te miré fijamente, pero al llegar ante tus pies no supe que decir.
Opté por el silencio, hacía mucho tiempo que no hablaba con una mujer.
- No quiero follar– dijiste malhumorada, mirándome de soslayo con desgana, para luego regresar a tu mundo hecho de ansiedad y obsesión.
Me encogí de hombros.
- Yo tampoco– contesté, y me senté a tu lado sobre el muro de piedra.
- ¿Tienes un pico?- preguntaste sin mirarme, mientras escribías un nombre de mujer sobre el polvo. Algo me hizo pensar que era el tuyo.
- No
Volví a encogerme de hombros, como si con ese gesto pudiera esconder la maldita realidad que rodea mi mundo.
- Entonces… ¿qué quieres?– seguías hablando sin mirarme.
- Conocerte…- la respuesta me sorprendió a mí también. Salió de mis labios sin que mi mente le hubiera dado la orden.
Y entonces me hablaste de ti. Lo hiciste de una manera tan impersonal, que parecía que hablabas de un animal salvaje. Cuando me hablaste de la carta,aprecié como tus labios temblaban y tu mirada se oscurecía. Pude darme cuenta de que con ella comenzó tu descenso a los infiernos.
No quise escuchar más.
Me fui dándote la espalda. Sin despedirme.
Porque contándome tu historia, me recordabas demasiado bien la mía. Y yo sólo quería olvidarla.
Te dejé hablando sola, con tu nombre grabado en el suelo, tal y como un día estará grabado sobre la blanca lápida de tu tumba.
Esa noche tirité sintiendo un frio que nacía en lo más profundo de mis entrañas. Tuve pesadillas de monstruos que me invitaban a ignorar las proposiciones lanzadas al viento.
Sucumbí.
Compré una dosis más… “Será la última vez”, me mentí.
Repetí una vez más la oscura liturgia de muerte que me ha llevado hasta aquí, sin olvidar ni un solo detalle, por nimio que pudiera resultar. Calenté la cucharilla entre sonrisas ansiosas, sintiendo cómo la llama del mechero de plástico vacilaba ante mis ojos. Tomé la vena de mi brazo izquierdo, menguada y cubierta de cicatrices e hinqué la aguja con la precisión de antaño, a pesar de que mi mano temblaba. Sentí el fuego entrar en mi cuerpo. Se hincharon las venas de mi cuello. La paz fue invadiendo mi cuerpo. Apoye desmadejadamente la espalda contra la pared. Mi cabeza se dobló. Una vez más abandoné mi cuerpo y, al volar sobre él, me sentí mendigo de tus besos.
Cuando desperté estabas a mi lado. Habías retirado la jeringuilla clavada en mi piel y me abrazabas sobre tu pecho balanceando tu cuerpo.
Tenías recogidos los vestigios de mí mismo. Temblaba entre los espasmos de un calor abrasador que no me permitía ver la realidad de mis días.
- No tardaré en llegar – dijiste y ante tu ausencia sentí como el tiempo se detiene en este maldito lugar.
Regresaste envuelta en un halo de luz, y me introdujiste entre los dientes aquella pastilla y un trago de amarga cerveza. Aunque sabía a rayos, me supo a vida. Disfruté de tu compañía, de tu risa cascada por el tabaco, y advertí que a tu lado el tiempo se detiene.
Yo, que nunca he sido amante de sentimentalismos, añoré una canción para convertirla en nuestra canción, y así perderme en ella cuando tú no estuvieras a mi lado. Cómo no recordartecon tu aire angelical y tu sonrisa de dientes mellados. Descubrí, con cierta sorpresa, que eras la persona más sensible que había conocido, envuelta en tu piel de delirio.
Aquel día volvimos a sumergirnos juntos en la rotonda de nuestra vida. Esquivamos atajos.
Nos entregamos besos robados al tiempo.
Vivimos peligrosamente perdidos en un jardín descuidado y sin flores.
Al alba nos cogimos de la mano. Esta vez el fuego abrasador quemaba demasiado, atravesó nuestros cuerpos con el dolor del hierro incandescente que brotaba de las venas. Un mal corte de esta perversa droga hizo que, de forma prematura se presentaran ante nosotros nuestros dioses y demonios,vestidos con un manto de muerte y perdición.
Días más tarde, nos encontraron en un camastro rodeados de latas de cerveza barata, papelinas y colillas de tabaco. Dormíamos para siempre en la postura del olvido y el fracaso.
- Sólo son dos yonquis...- dijo alguien entre dientes, enterrando para siempre nuestra historia con sus palabras hastiadas de indiferencia.
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